Ensayo sobre el derecho natural (IV): la máquina de las emociones

Ensayo sobre el derecho natural (IV): la máquina de las emociones

Marvin Minsky, uno de los padres de la inteligencia artificial, fue un científico que dedicó mucho tiempo al estudio de la mente humana y llegó a llamar al ser humano «The Emotion Machine» (La Máquina de las Emociones) porque entebdió que, en la base de todo comportamiento humano y en la base de su proceso de toma de decisiones se encontraban estas aplicaciones de programación de comportamientos desarrolladas por la evolución a las que llamamos emociones. Incluso propugnó que, si habíamos de diseñar una máquina inteligente, habríamos de dotarla de emociones pues son un recurso absolutamente genial para economizar y administrar eficazmente los escasos recursos de que disponen los seres vivos. Si un león nos ataca nuestro organismo disparará la emoción llamada «miedo» y, a partir de ese momento, todos los recursos de nuestro organismo se destinarán a correr como alma que lleva el diablo; si lo piensan un gran invento de la evolución.

Es importante entender el papel que juegan las emociones en la toma de decisiones por parte de los seres humanos y antes de pasar a estudiar estrategias complementarias de la reciprocidad —según les prometí en el capítulo anterior— creo que es necesario dedicar un poco de tiempo a estudiar, aunque sea de forma somera, el papel que juegan las emociones en nuestra vida.

Si observamos el comportamiento de los seres humanos en la vida cotidiana no nos costará descubrir en cuántas ocasiones las emociones determinan sus conductas. No necesito contarles cómo la naturaleza se encarga de que los padres sientan por sus hijos un amor (una poderosa emoción ¿verdad?) tan acrítico e indisimulado —sobre todo en sus primeros años de vida— que los ven los seres más hermosos del universo; y no se empeñe usted en discutir eso con una madre o un padre porque, aunque le reconozcan en un conato de lucidez que todos los niños son iguales, sus hijos, en su mirada y su mente, son únicos y es una de esas causas por las que mujeres y hombres se trasmutan. El amor paternofilial es una de esas emociones que hacen que un ser humano dé la vida por otro y eso padres y madres lo saben muy bien.

Tampoco necesito contarle tampoco cómo ese afolescente feo, canijo y poco agraciado, del que su hija se ha enamorado es para ella el ser más adorable del mundo y cómo, aunque sea un majadero notable, ella juzgará cualquier idiotez suya como una gracia y hasta le parecerá artística la roña de sus tobillos, las espinillas grasientas de su cara o la pelusa mal afeitada de su barba adolescente. Es el amor otra vez, sí, las emociones como esta o como la de paternidad/maternidad cambian en las perdonas hasta la forma en que ven el mundo.

Los seres humanos (y en general todos los animales) venimos al mundo con un complejo equipamiento de emociones que dirigen nuestras vidas y muchas de estas emociones tienen trascendencia jurídica. Ya vimos que la reciprocidad está en la base de la cooperación y por eso no le extrañará que los seres humanos dispongamos de emociones como la gratitud y la venganza o el rencor que nos estimulan a tratar con reciprocidad a aquellos individuos con los que interactuamos. Pero dejemos eso para más adelante, por ahora bástenos con tomar conciencia de cómo los genes dirigen o condicionan nuestras conductas a través de las emociones y las pasiones.

Es por todo esto que les contaba que Marvin Minsky, un científico que dedicó mucho tiempo al estudio de la mente humana, llegó a llamar al ser humano «The Emotion Machine» (La Máquina de las Emociones) porque en la base de todo su comportamiento y en la base de su proceso de toma de decisiones se encontraban estas aplicaciones de programación de comportamientos desarrolladas por la evolución a las que llamamos emociones.

Ensayo sobre el derecho natural (III): cómo evoluciona la cooperación

Ensayo sobre el derecho natural (III): cómo evoluciona la cooperación

Que un ser unicelular, como ya he contado, pueda ayudar a sus congéneres a metabolizar sacarosa no le hace ni más listo ni más tonto que los demás seres que le rodean —a fin de cuentas ni siquiera tiene sistema nervioso— solo le hace diferente; pero la naturaleza tiene estas cosas, de vez en cuando, en medio de la uniformidad general, hace aparecer un mutante, una levadura loca, como en este caso.

Sin embargo que una entidad coopere no significa que su conducta le vaya a ofrecer éxito alguno pues, si bien se examina, ¿qué puede ganar una entidad cooperante en medio de una comunidad que no coopera?

Ya se lo anticipo yo: nada.

Como veremos más adelante la estrategia de cooperación sirve de muy poco en medio de un entorno de férreos no-cooperantes.

Entonces ¿cuándo y bajo qué circunstancias puede la cooperación convertirse en una estrategia exitosa?

Esta pregunta atormentó a los científicos durante mucho tiempo, pero fue con la llegada de los ordenadores cuando pudieron empezar a realizarse simulaciones y experimentos que ofrecieron inspiradores resultados. Los más conocidos quizá sean los del científico norteamericano Robert Axelrod los cuales se recogen en su libro «The evolution of cooperation».

Robert Axelrod pidió a la comunidad científica internacional que remitiese programas de ordenador en los que se diseñasen estrategias de cooperación. Con todos los programas se organizaría una competición a fin de determinar cuál de todas las estrategias cooperativas era la más eficaz. Obviamente, en medio de todos aquellos programas, los había que cooperaban siempre y que no cooperaban nunca y —entre ambos extremos— todo tipo de estrategias intermedias.

Para sorpresa de muchos el programa ganador fue el más corto y más sencillo; presentado por el científico ruso afincado en Canadá Anatol Rappoport, el programa fue bautizado como «tit for tat» (algo así como «donde las dan las toman») y su estrategia era sencilla. En su relación con otros programas «tit for tat» cooperaba siempre en la primera ronda y en las siguientes replicaba la conducta de su antagonista.

Así, si «tit for tat» se enfrentaba a un programa que sistemáticamente no cooperaba, «tit for tat» se convertía en un no cooperador tan duro como su antagonista; si, por el contrario, se enfrentaba a un programa que cooperaba siempre «tit for tat» se tornaba tan cooperador como él y, en medio de ambas estrategias, «tit for tat» se reveló como el competidor más exitoso.

Hace 2500 años, cuando pidieron a Confucio que manifestase el término que mejor caracterizaba una saludable vida en sociedad, dicen que Confucio contestó:

—Reciprocidad.

Lo que nunca imaginó Confucio es que el resultado de la competición informática de Axelrod confirmaría punto por punto la validez de su teoría de la reciprocidad.

Tras su aplastante victoria inicial en años sucesivos se trató de mejorar «tit for tat» implementando estrategias de perdón pues la reciprocidad absoluta tiene como problema que, si el antagonista de «tit for tat» tenía programado no cooperar en la primera ronda, «tit for tat» ya no daba oportunidad alguna a la posibilidad de cooperar.

En todo caso la reciprocidad se reveló durante estos experimentos como la estrategia más sólida y estable para generar un entorno cooperativo. Y esto fue solo el principio: se estudió cómo la cooperación «invadía» y triunfaba en diversos ecosistemas con variables diversas y, en fin, se alcanzaron iluminadoras conclusiones que, como pueden imaginar, no caben en el breve capítulo de un ensayo.

Lo que sí me parece importante señalar es que tanto el «do ut des», como la equivalencia de las prestaciones «sinalagmaticidad» ya funcionan a nivel de cooperación unicelular, que no son propios ni exclusivos de la especie humana y que antes responden a leyes naturales que humanas. Naturalmente, esas estrategias incorporadas a los genes de organismos simples se reproducen por vía de herencia en su progenie y por vía evolutiva en organismos superiores.

Y ahora dejemos aquí «The Evolution of Cooperation» de Robert Axelrod y estudiemos otras estrategias complementarias de la reciprocidad y veamos cómo se han asentado en los genes de diversas especies animales más evolucionadas y, por qué no, en el propio ser humano.

Y es aquí donde las cosas comienzan a ponerse interesantes.

Dios y el método científico

Dios y el método científico

Leo en una red social una definición de lo que sea el «derecho natural» y veo que dice:


El «Derecho Natural» no es el Derecho del Medioambiente, sino otra cosa más intangible y difícil de concretar: las leyes no escritas, dictadas por la recta razón o por Dios, que son perennes y válidas universalmente.


La presencia de Dios en la definición me perturba ¿cómo puede aparecer el concepto «dios» en una definición? ¿elimina esta presencia todo carácter científico de la misma?

Para tratar de entender el carácter científico o acientífico del concepto «dios» creo que es importante conocer algunas características del llamado método científico.

A día de hoy, para que una hipótesis se considere científica, estareunir una serie de características (consistente, parsimoniosa, pertinente, reproducible, corregible, provisional…) pero, sobre todo, esa hipótesis debe ser susceptible de refutación empírica.

Para que podamos admitir como científica una afirmación es imprescindible que se puede diseñar un experimento dirigido a demostrar que esa afirmación es falsa.

Si afirmamos, por ejemplo, que un cuerpo total o parcialmente sumergido en un fluido en reposo experimenta un empuje vertical hacia arriba igual al peso del fluido desalojado (principio de Arquímedes) podemos diseñar experimentos tendentes a demostrar que el peso del fluido desalojado es mayor o menor que el empuje o que el empuje no es hacia arriba sino hacia cualquier otro lado.

Según vayamos fracasando con nuestros experimentos destinados a demostrar la falsedad del principio de Arquímedes iremos apuntalando nuestra confianza en él, confianza que siempre será provisional pues, como toda afirmación científica, siempre estará sujeta a la posibilidad de demostrar su falsedad.

Con dios la situación es muy distinta.

Afirmar tanto que dios existe como que no existe son acciones acientíficas, pues no puede diseñarse ningún experimento científico encaminado a demostrar la falsedad de ninguna de las dos: las características que atribuimos al concepto «dios» lo hacen imposible. La existencia o inexistencia de dios, pues, es un debate acientífico, que escapa al mundo de la ciencia y que pertenece a otros ámbitos como la teología.

Dado que mi intención al hablar del derecho natural es hacerlo de forma científica de la definición que ofrece mi compañero debo extraer el concepto de dios por acientífico y dedicarme al resto.

Y, aclarado esto, ya puedo ponerme a la tarea.

Ensayo sobre el derecho natural (II): la cooperación

Ensayo sobre el derecho natural (II): la cooperación

Intuitivamente entendemos la cooperación como ese «obrar juntamente con otro u otros para un mismo fin» con que la define la Real Academia Española de la Lengua (RAE) y no es mal punto de partida.

Conviene subrayar que, conforme a la definición ofrecida, la cooperación —como el derecho— exige siempre la existencia previa de una pluralidad de individuos; sin embargo, la definición de la RAE no aclara algunos puntos esenciales del fenómeno cooperativo siendo el primero de ellos cómo aparecen en la naturaleza los fenómenos cooperativos y, en especial, si este «obrar juntamente con otro u otros para un mismo fin» exige un acuerdo previo por parte de individuos que luego cooperarán o si, por el contrario, la cooperación emerge de forma natural en la naturaleza cuando se dan determinadas condiciones en el entorno.

Los seres humanos, instintivamente, tendemos a pensar que, para que diversos individuos obren de forma conjunta, es preciso —primero que nada— que estos se pongan de acuerdo, lo que exige que los individuos estén dotados de un cierto nivel de racionalidad. Tal forma de pensar es errónea y está en la base de muchas teorías equivocadas de lo que pueda ser el derecho natural. Digámoslo claro desde el principio: la cooperación es una estrategia evolutivamente estable que aparece espontáneamente en la naturaleza dadas ciertas condiciones en el entorno. Pongamos un ejemplo.

El Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) publicó en 2009 los resultados de un estudio llevado a cabo por un grupo de científicos con levaduras, aprovechando que en estas, a diferencia de los humanos, al ser unicelulares, su “comportamiento” no está determinado por un sistema nervioso o un código cultural o racional de conducta: La conducta de las levaduras es meramente genética.

Estos científicos desarrollaron un experimento que empleaba a las ya citadas levaduras y el metabolismo de la sacarosa, o azúcar común.

La sacarosa no es el azúcar favorito de las levaduras como fuente de alimento, pero pueden metabolizarla si no hay glucosa disponible. Para poder hacerlo necesitan romper ese disacárido en bloques más pequeños que la levadura puede metabolizar mejor. Para ello necesita producir una enzima que se encargue de esta tarea. Gran parte de estos subproductos son dispersados libremente al medio y otras levaduras los pueden aprovechar. Pero la producción de la enzima exige el gasto de unos recursos.

De este modo podemos llamar levaduras cooperantes a aquellas que degradan la sacarosa segregando la enzima y no cooperantes o tramposas a aquellas que no lo hacen y simplemente se aprovechan del trabajo de las demás. Si todo el subproducto se difunde entonces no hay acceso preferente para las cooperantes y éstas mueren y desaparecen junto a los genes que determinan ese comportamiento.

Los investigadores observaron que las levaduras cooperantes tienen un acceso preferente de aproximadamente el 1% de lo que producen. El beneficio sobrepasa el coste de ayudar a los demás, permitiéndoles así competir con éxito frente a las levaduras tramposas.

Además, no importa las proporciones de un tipo u otro de levaduras en la población inicial. Al final siempre se llega a un equilibrio estable en el que tanto cooperantes como tramposas están presentes en una proporción dada.

Como vemos la aparición de la cooperación es independiente de la racionalidad o irracionalidad de los individuos que cooperan lo cual, por otra parte, es obvio pues basta contemplar la naturaleza para tomar conciencia de que la cooperación es un fenómeno que aparece por doquier, desde las colonias de microbios más simples a la más sofisticadas sociedades de simios superiores pasando por todas las especies de seres vivos, animales o vegetales. Las hormigas, créame, jamás se reunieron a escribir una constitución que determinase el rol de las abejas obreras, los soldados, los zánganos o las reinas; su papel dentro de la sociedad mirmecológica está escrito en sus genes sin que haya mediado acuerdo ni pacto social previo.

Y verificado el hecho de que la cooperación es una estrategia evolutivamente estable que aparece dadas determinadas condiciones en el entorno, lo que procede ahora es que tratemos de averiguar cuales son esas condiciones y por qué la cooperación es una estrategia tan exitosa que podemos observarla por doquier en la naturaleza.

Ensayo sobre el derecho natural (I): introducción

Ensayo sobre el derecho natural (I): introducción

Leí hace unos días en la red social «X» (antes tuíter) un micropost de un compañero abogado que decía textualmente:

El «Derecho Natural» no es el Derecho del Medioambiente, sino otra cosa más intangible y difícil de concretar: las leyes no escritas, dictadas por la recta razón o por Dios, que son perennes y válidas universalmente.

El micro post volvió a traerme a la mente uno de esos demonios que llevo a cuestas desde los tiempos de la universidad: el de la existencia o inexistencia de un conjunto de derechos universales —anteriores, superiores e independientes al derecho escrito, al derecho positivo y al derecho consuetudinario—, que llega a dar el fundamento a la obligatoriedad de la norma y que sirve de criterio para determinar la justicia o injusticia de una acción.

El micro post de mi compañero a la existencia de esas leyes no escritas les añadía un origen perturbador, al menos para mí, y es que estas leyes estarían dictadas por «la recta razón o por Dios».

Yo le respondí de forma más o menos velada que no estaba de acuerdo con tal origen y desde entonces me ronda la cabeza la idea de explicar en detalle cuál es mi visión de este asunto de forma que, ahora que dispongo de un rato libre, comenzaré y ya veremos luego cómo, cuándo y si termino.

Vamos al tajo.

Ni que decir tiene que, en un trabajo con pretensiones científicas, la hipótesis de un origen divino de estas normas debe ser descartada y la de que estas normas sean producto de la «recta razón» y no de procesos naturales es una hipótesis que, permítanme adelantárselo ya, por más que se encuentre extendida, carece a mi juicio de todo fundamento científico.

Y dicho lo anterior permítanme explicarme y justificar por qué entiendo que estas normas a las que llamamos «derecho natural» son un producto de procesos naturales que han determinado muchos de nuestros instintos y han conformado el criterio que permite a los seres humanos distinguir un hecho justo o moral de uno injusto o inmoral sin necesidad de haber cursado estudios jurídicos o de ética.

Y una vez dicho esto comencemos por el principio.

Agradecer es necesario

Agradecer es necesario

Agradecer es una acción fundamental para poder disfrutar de una psique equilibrada. Son muchas las cosas buenas que nos ocurren a lo largo del día y en las que preferimos no reparar para concentrarnos en aquellas que nos salen mal, el camino a la infelicidad o la depresión queda entonces abierto.

Sin embargo, si cada mañana al despertarnos tomamos conciencia de que aún estamos vivos —cosa que nadie nos garantiza— sentiremos que somos unos tipos con suerte y acumularemos una razón para estar contentos.

Las religiones, todas, dentro de su caja de herramientas de tecnologías espirituales, siempre han incluído la obligación de agradecer (cada una a su Dios naturalmente) por este tipo de cosas y hasta han establecido oraciones específicas a la hora de levantarnos o acostarnos que fuercen al creyente a tomar conciencia de que tienen cosas que agradecer.

A mí, ese pequeño milagro, me sucede todos los días a la hora de la comida cuando veo que, nuevamente, tengo un plato frente a mí con qué alimentarme.

Hoy no es de esos días en que los garbanzos me han quedado bien pero comeré y me alimentaré y eso no es poco, de forma que, aunque no pueda agradecer a ningún dios en concreto este milagro, sí que tengo una sólida razón más para estar alegre y sentir que, en el fondo, aún no me ha abandonado la suerte.

Y sí, cuando te despiertes por las mañanas, o a la hora de comer, o al acostarte o cada vez que te suceda algo bueno que nunca debes dar por garantizado, agradécelo a tu dios —si lo tienes— o a la fortuna que te permite aún seguir aquí disfrutando de este juego al que llamamos vida.

Hoy no me ha quedado bien el guiso, pero no seré yo quien se queje, hay garbanzos, pan y vino y eso, créanme, en el fondo es una fiesta.

¡Ah! Y de postre melón.

Razón y revelación

Razón y revelación

El establecimiento del catolicismo como religión oficial del imperio romano provocó una serie de interesantes cambios que serían decisivos para la humanidad, hoy he andado cacharreando y tratando de sintetizar algunos de ellos.

La implantación del catolicismo como religión oficial del Imperio Romano supuso, en primer lugar, un cambio en la relación del ser humano con su entorno, un cambio en la forma de entender y organizar la sociedad, una jerarquía distinta de valores, una nueva respuesta a las preguntas de de dónde venimos y a dónde vamos y, por supuesto, un cambio en la forma de legitimar el poder. Y, siendo el catolicismo una religión mistérica incomprensible para la razón humana en algunos aspectos, el catolicismo también supuso un detrimento de las fórmulas racionales de conocimiento del entorno en favor de las fórmulas reveladas. La facultad de conocer, en última instancia, fue retirada al común de la población y, también en última instancia, entregada a una casta de personas que tenían el monopolio de la interpretación de la verdad revelada. El mundo católico es un mundo donde había una sola verdad, lo cual es, en muchos aspectos, tranquilizador.

Aún recuerdo cómo, durante mi educación infantil, se nos repetía a los niños la anécdota de Agustín de Hipona (San Agustín) que contaba cómo, paseando este cierto día por la playa pensando en el misterio de la Santísima Trinidad, se encontró con un niño que, tras hacer un hoyo en la arena, se dedicaba a echar agua del mar dentro de él.

—¿Por qué haces eso, niño? (preguntó Agustín)
—Quiero meter toda el agua del mar en este hoyo.
—Pero ¿no ves que eso es imposible?

A lo que el niño respondió

—Más imposible es que tú entiendas eso en lo que estás pensando.

La anécdota ilustra bien que con el catolicismo hay cosas que no hay que tratar de entender, que son cuestión de fé y que, por ello, son cosas que se creen, no son cosas que se saben.

Este carácter mistérico del catolicismo hizo que, durante aquellos años oscuros que vieron el advenimiento de la Edad Media, la revelación ocupase un lugar central en lo relativo al conocimiento del mundo y que preguntarse por qué el mundo era como era y no de otra forma hasta cierto punto no tuviese sentido, el mundo era así porque así lo había creado Dios.

Esto no quiere decir que se renunciase a toda investigación, obviamente, pero sí que, en último término, la revelación era la fuente suprema de conocimiento y esta solo podía ser desvelada por una casta especial de hombres: los hombres de iglesia.

Así simplificadas las cosas no es de extrañar que, en el mundo cristiano, todo pareciese estar ordenado hasta los tiempos modernos. Dios gobernaba el mundo, la iglesia expresaba sus deseos extraídos de la revelación, los reyes lo eran por designio divino expresado a través de la sucesión hereditaria y eran ellos quienes gobernaban, hacían las leyes, declaraban las guerras y firmaban las paces, siempre bajo la supervisión de una casta sacerdotal que, curiosamente, ni era ni podía ser hereditaria pues regía el celibato, sino cooptada.

El mundo pues, para la civilización cristiana, fue un lugar seguro y conocido durante casi mil años, cada cosa estaba en su sitio y todo tenía una razón de ser dentro del plan divino, desde la vida terrena hasta la ultraterrena pasando por las formas de vida y de gobierno.

Pero con el redescubrimiento de la antigüedad pagana durante el Renacimiento, con la reforma de Lutero, con la aparición de la imprenta y la difusión de nuevas ideas, está visión monolítica del mundo comenzó a resquebrajarse tras mil años de hegemonía, la razón y la lógica comenzaron a salir del lugar en que les había confinado la revelación y el mundo, claro, se tambaleó.

En la caja de herramientas de la humanidad la razón y el método científico sustituyeron a la revelación como instrumentos del conocimiento y esto tuvo consecuencias políticas a la hora de legitimar las formas de gobierno existentes. Si no estaba tan claro que los reyes fuesen reyes por designio divino ¿por qué no buscar formas de gobierno y gobernantes de acuerdo con las reglas de la razón y no de la revelación?

Cuando en 1793 el rey de Francia Luis XVI fue guillotinado sin que a Dios pareciese importarle demasiado, una visión del mundo, del gobierno y del estado, comenzó a desaparecer.

Pero… Y si no era Dios quien legitimaba los gobiernos ¿Quién o qué era quien lo hacía?

Hubo que buscarle un sustituto a Dios como legitimador del poder y, de entre las muchas ideas que se propusieron una idea, no menos irracional ni inexplicable que la divina, se abrió paso con tremendo éxito, la nación, una idea que no pareció ser puesta en cuestión hasta que dos guerras mundiales devastaron el planeta poniendo en peligro la propia supervivencia de la especie humana en una hipotética tercera.

¿Qué era y que representaba esa idea llamada nación? ¿tenía algún fundamento racional? ¿era una idea filantrópica o perversa?

El cambio que sufrió el mundo en el siglo XIX no tiene parangón y en pocos años la visión del mundo de los seres humanos cambió por completo.

Pero ¿por qué narices les estoy contando yo todo esto una mañana de domingo?

Esa sí que es una buena pregunta.

Yo cumplo carnavales…

Yo cumplo carnavales…

Yo había oído cositas del Carnaval de Cádiz antes de 1993, claro, como aquel cuplé de «Los Cegatos con Botas» a la visita del Papa o el archifamoso estribillo del Cuarteto de Rota de Currito de la Cruz (Campo) y ni que decir tiene que había visto en la TV en blanco y negro a aquellos «Escarabajos trillizos» (Los Beatles de Cádiz) que nos regaló Don Enrique Villegas.

Sin embargo no fue hasta 1994 que pude disfrutar del carnaval con la tranquilidad de tener un alojamiento estable en la zona a cuenta de mi familia política. Y fue maravilloso. Fue maravilloso porque yo nunca había disfrutado de una sesión de semifinales en el Teatro Falla o de una larga noche de chirigotas ilegales en el Barrio de La Viña. Allí descubrí que, además del arte mayor de coros y comparsas, existía en Cádiz el arte pequeño (arte sano) de los romanceros de la mano, o mejor dicho de la voz, de Salvador Fernández Miró (¡qué tío más grande!)

Fue un año maravilloso que, desde el teatro, dejó para el recuerdo detalles inolvidables de la mano del Noly, Paco Cárdenas, Ramón Peñalver y aquellas «Viudas de los viejos del 55», porque gracias a ellos volvió el tres por cuarto bueno y aunque el viejo levantara la cabeza no creería que el «po-po-po-pó» de la presentación de aquellas viudas sea parte de la música de fondo que el público pone todavía al concurso del carnaval.

La final de aquel año creo que la recuerdo de memoria y aún le podría cantar buena parte de los repertorios de las agrupaciones. Recuerdo que en chirigotas la final era espectacular porque, además del Noly y sus viudas, estaban el Selu con sus «Titis de Cái» que venía de ganar dos años seguidos tras el pelotazo de «Los borrachos» y además, no se podía dejar de lado a «El Carapalo» con su chirigota de capillitas («Dios dijo hermanos pero no primos»), un grupo que me hacía morir de risa.

Sin embargo lo que para mí fue una sorpresa fue el otro finalista, un grupo fresco y simpático de superhéroes con madroñeras al frente del cual estaba un tío joven y simpático de la barriada de Loreto, Juan Manuel Braza «El Sheriff», el grupo se llamaba «Caimán» (como «superman» pero de Cái, «Cái-man»).

Desde entonces puedo contar con los dedos de media mano los años que no he podido pasar en Cádiz los días precisos para disfrutar del carnaval como un auténtico jartible porque, desde entonces y como las viudas, yo ya no cumplo años, yo cumplo carnavales.

Naturalmente hace un mes, en la primera sesión de preliminares del COAC 2024, me senté ante la tele dispuesto a disfrutar de una velada que se prometía magnífica pues en ella cantaban, entre otras, la chirigota del Selu y la del Sheriff. Y de pronto, ese tipo siempre joven, fresco simpático y sonriente que yo recordaba de Caimán, se puso a cantar un pasodoble en el que recordaba aquella noche de 1994 en que habían cantado juntos el Selu y él hacía 30 años.

Hacía 30 años.

Aquel tipo joven, fresco simpático y sonriente que yo recordaba resulta que ahora tenía 55 años, que el mismísimo Selu, como yo, ya no cumpliremos los 60 y que se me ha pasado media vida disfrutando con sus pamplinas, aunque ya estemos todos casi que para empezar a cantar el popurrí.

Ayer fue la final del Falla y, como hace 30 años ellos y yo echamos un buen ratito.

Este año Juan Manuel Braza «El Sheriff» será con toda justicia pregonero del carnaval y yo, como las viudas del Noly

«Con mis noventa abriles
y noventa febreros
llegaré hasta La Palma
con los chirigoteros
a cantar estribillos
de cualquier compañero,
si te quieres venir
en La Viña te espero.»

Abogacía y realismo social

Abogacía y realismo social

A menudo me despierto en medio de la noche justo en ese oscuro momento de la madrugada que todos los problemas parecen estar esperando para aparecer en procesión por la mente.

Cuando eres abogado es difícil dormir pues si algo no falta en tu vida son problemas y es por eso que la capacidad de apartarlos de nuestro cerebro es una condición de supervivencia y salud mental.

Ayer me volvió a ocurrir pero, como persona entrenada en el mal dormir, para estos casos dispongo de un remedio y es que tengo guardada en Youtube una amplia selección de largas conferencias sobre temas que me interesan y que, cuando me sobrevienen estos despertares, rápidamente me pongo a escuchar. Esto fija mi atención en temas que me agradan, apartan los malos pensamientos y dada la monótona prosodia de la mayoría de los conferenciantes pronto vuelvo a recuperar el sueño.

Tengo comprobado que las conferencias de la fundación Juan March ejercen sobre mí un poderoso efecto narcótico y no suelen pasar veinte minutos desde que empiezo a escuchar la conferencia sin que yo esté ya roncando plácidamente. Ayer, en cambio, opté por una conferencia de la fundación BBVA sobre el realismo social en la pintura que pronunciaba el académico Don José Luís Díez, jefe de conservación de pintura del siglo XIX del Museo del Prado.

No debí hacerlo.

No debí hacerlo en primer lugar porque para seguir la conferencia había que contemplar las imágenes de los cuadros de que iba hablando el orador y, como soy de natural curioso, no podía evitar abrir un ojo para entrever las imágenes de las que hablaba el conferenciante. Viendo aquellas imágenes de ancianos abandonados en tiendas asilo, de enfermos y de trabajadores sin los más mínimos derechos laborales, mi mente volvió a la manifestación del sábado y empezaron a pasar frente a mí las caras de muchos compañeros y compañeras con quienes he compartido vida y estrados y cuya peripecia vital conozco íntimamente, buenos abogados y abogadas a quienes personajes infames tratan de arruinar la vida.

He compartido con ellos mucha vida y les conozco. Pertenecen como yo a la generación del baby-boom y ahora, entrados ya en la sesentena, empiezan a vislumbrar el último tramo de su vida, un camino que en muchos casos enfrentarán solos (muchos no tienen hijos o pareja) y confiando exclusivamente en que la suerte o la providencia les conserve la salud para seguir trabajando hasta el final de sus días porque, si la salud llegase a faltarles, su situación sería desesperada. La infame trampa de la Mutualidad de la Abogacía a la que un día les obligaron a apuntarse hoy no les garantiza ni una pensión de subsistencia. En muchos casos su pensión estará por debajo de las pensiones no contributivas con que la administración hace caridad con los más pobres.

Y andaba yo pensando esto cuando el conferenciante habló de este cuadro de la imagen, una obra del pintor donostiarra Ignacio Ugarte titulada «El refectorio de la beneficencia de San Sebastián», un cuadro que muestra a un grupo de hombres, generalmente mayores, comiendo una refacción que sirven unas cuantas religiosas. Rostros dignos que, tras una vida de trabajo y cuando ya son caballos viejos y solos, se ven en la precisión de recurrir a la caridad.

Y, mientras pienso en el cuadro, en mis compañeros y en su futuro, se me aparece la negra imagen de quien, ocupando cargos dirigentes en la mutualidad y la organización colegial, trata de silenciar cualquier protesta y ocultar cualquier problema para mantener su statu quo personal aunque ello suponga un futuro de hambre y miseria para muchos de quienes hace tiempo dejaron de ser sus compañeros.

Y, mientras mastico el amargo bocado de tener que ver invadido mi sueño por alguien que desprecia un futuro de miseria para muchos tan sólo porque le conviene, tomo conciencia de que está noche no dormiré ya.

Los últimos textos de Albrecht y Dietrich

Los últimos textos de Albrecht y Dietrich

Acaba un año, empieza otro y persevero en mi esfuerzo de mantener mi criterio a salvo de consignas ni presiones externas.

El poder, los poderes, aspiran a que hagamos de sus consignas nuestro criterio y, si no lo consiguen, al menos tratan de imponer los asuntos sobre los que hemos de fijar nuestra atención para hacer que otros asuntos puedan pasarnos desapercibidos. Las voces mercenarias de los medios de comunicación son muy eficaces en ese punto.

Y cuando me pongo a pensar sobre este tipo de cosas siempre vienen a mi memoria los «Sonetos de Moabit», unos poemas que escribió cuando ya se sabía muerto Albrecht Haushofer.

Albrecht Haushofer fue un diplomático y geógrafo alemán hijo de Klaus Haushofer, amigo y consejero de Hitler. Albrecht desde mediados de los años 30 formó parte de la oposición/resistencia a Hitler. Se sabe con seguridad que influyó en el vuelo en misión de paz de Rudolph Hess a Inglaterra en plena guerra. Detenido en diciembre de 1944 por la Gestapo acusado de estar relacionado con el intento de asesinato del führer y recluido en la prisión berlinesa de Moabit fue allí donde escribió los famosos «Moabiter sonetten». Fue sacado de la prisión y asesinado en la noche del 22 al 23 de abril, cuando ya las tropas rusas entraban en la capital del Reich. Su cadáver y sus sonetos fueron encontrados días después por su hermano Heinz.

En estos sonetos, consciente de su próximo final, Albrecht se reconoce culpable y merecedor de su destino pero no de la forma en que esperan. Albrecht escribe:

«Soy culpable, pero no de la forma que ustedes piensan.

Yo debería haberme dado cuenta antes de cuál era mi deber; yo debería haber llamado mal al mal con toda crudeza.

Me contuve demasiado.

Lo advertí, pero no lo suficiente ni lo suficientemente claro.

Y hoy sé de lo que soy culpable.»

Y pienso que yo no quisiera sentirme nunca culpable como Albrecht por contenerme demasiado, por no llamar mal al mal, por dejar que me infecte el virus de esa clase especial de estupidez de la que hablaba otro alemán enemigo de Hitler y que, como Albrecht, murió fusilado también apenas tres semanas antes del fin de la guerra: Dietrich Bonhoffer.

Escribía en su celda Bonhoffer que sólo la estupidez podía explicar que un pueblo como el alemán —un pueblo otrora de filósofos, poetas y artistas— hubiese creído las delirantes insensateces de un enloquecido cabo austríaco. Bonhoeffer decía que el primer síntoma de estupidez se detectaba al escuchar a una persona y observar que sus razonamientos estaban construidos sobre una colección de consignas y lugares comunes, cuando detectabas que ya no había en él rasgos de criterio propio, cuando ya no era un indivíduo sino parte de una masa.

Somos animales sociales y necesitamos sentir que somos parte un grupo, de una sociedad, pero esa necesidad no puede anular la individualidad de cada uno y eso exige esfuerzo, criterio y valor. Esfuerzo para considerar aquello que creas que has de considerar y forjar un criterio, el tuyo y valor para ponerte en pie y expresarlo.

Hay corporaciones, organizaciones, estructuras, donde el cálido acomodo de los sillones impulsa a sus miembros a dimitir de su facultad de pensar y actuar simplemente siguiendo las consignas del/la que mande. «Unidad» le llaman a esta forma de estupidez.

—No se engañe Muelas (me dijo hace años un militar de alto rango a quien defendí y admiré) obedecer es más fácil que mandar. A los seres humanos les cuesta tomar decisiones y obedecer elimina para ellos la siempre desagradable sensación de haberse equivocado o ser rechazados por el grupo.

Y es la historia de siempre, quienes piden unidad y disciplina lo que desean en verdad es estupidez, que no nos demos cuenta hasta que sea demasiado tarde que, como Albrecht, deberíamos haber sido conscientes antes de cuál era nuestro deber; de que deberíamos haber llamado mal al mal con toda crudeza y no contenernos demasiado.

Pero para todo eso, antes, hay que trabajar para tener criterio, un criterio racional y fundado, un criterio labrado con nuestras manos y nuestra mente y que sea ajeno a consignas, a eslóganes o a la presión de mayorías a menudo más imaginadas que reales.

Es jodido ser uno mismo, no es fácil estar solo y aislarse de la presión del exterior para conservar tu mirada y tu paso; los seres humanos tienden a acabar andando todos con el mismo paso y, sólo cuando es demasiado tarde, recuerdan el soneto que Albrecht, una noche, escribió en su celda de la prisión de Moabit.